FRANKENSTEIN- Suspiro: Espacio de tiempo muy breve- Reseña

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Pedro Antonio López Bellon

Es evidente que El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931) de James Whale, no puede ser considerada como una buena y fiel adaptación de la obra de la británica Mary Shelley “Frankenstein o el moderno Prometeo”, publicada en 1818.

 

De hecho, El doctor Frankenstein es una adaptación de la obra de teatro de Peggy Webling que a su vez se basa en la obra original de Mary Shelley. Pero, de lo que no cabe duda, es de que nos encontramos ante una gran película. Una obra que, junto al Drácula de Tod Browning, igualmente estrenada en 1931, resulta clave en la política de historias de terror que, a la sazón, venía desarrollando la Universal International. Ambos títulos acabaron por consolidar esta serie de películas de terror llevada a cabo por la productora Universal, que comenzaron durante la etapa del cine silente con títulos como El fantasma de la opera (The Phantom of the Opera, 1925) de Rupert Julian o El legado tenebroso (The cat and the canary, 1927) de Paul Leni y que tuvieron su continuación durante buena parte de la década de los años treinta.

 

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El doctor Frankenstein

Una serie de películas que terminaron siendo claramente deudoras del expresionismo alemán y acabaron siendo reconocidas como un simbolismo de la época de la gran depresión norteamericana.

 

Resulta curioso recordar cómo se produjo la génesis de la novela original de Frankenstein.

 

Durante el transcurso del año 1816, Mary Shelley y su marido Percy Bysshe Shelley visitaron en Suiza a su amigo Lord Byron. Después de leer una serie de relatos alemanes sobre fantasmas, Byron retó a su médico personal John Polidori y a los Shelley a que compusieran una historia de terror. Este “juego” fue el germen del nacimiento de la famosa obra de Mary Shelley y el motivo de la inspiración de Polidori para la creación de su novela El vampiro (1819), considerada la primera referencia literaria de este subgénero de terror. De este modo, los mitos de Frankenstein y los Vampiros, nacieron prácticamente al mismo tiempo y bajo unas mismas circunstancias.

Podemos hablar sobre muchas de las “bondades” que destila este clásico indiscutible e imperecedero del cine. Pero me gustaría fijarme en una: su duración. Es fascinante ver como se nos puede contar en 71 minutos una historia, que, independientemente de su mayor o menor fidelidad al texto que la inspira, guarda tanta coherencia y tiene “alma” propia. Asombra con que precisión capta la esencia cinematográfica y como tiene esa capacidad del mejor cine de atraer nuestra atención, despertar nuestra curiosidad, invitarnos a reflexionar y estimular nuestros sentimientos. Todo ello en poco más de una hora.

 

Podemos encuadrar pues El doctor Frankenstein, en ese subgénero que podríamos llamar del “suspiro”

 

Así se me ocurre llamarlo en uno de esos ejercicios tan habituales que los cinéfilos solemos proponernos. Un subgénero donde lo fundamental nace de una corta duración en su metraje y, que tiene como elementos definitorios, una habilidad manifiesta para condensar en esos pocos minutos lo que otros necesitarían dos o tres películas para transmitirnos y la sensación experimentada por el espectador de haber asistido a un espectáculo cinematográfico que realmente merece la pena. Como ves, querido lector, este género tiene un componente bastante personal y subjetivo. Como cualquier otro género en realidad. El caso es que uno enciende la pantalla y sin apenas darse cuenta, el “The end” aparece delante de nuestra vista. Y hemos asistido a un entretenimiento formidable.

El monstruo de Frankenstein representa al villano incomprendido.

A una lección magistral de cine. A una narración con su planteamiento, nudo y desenlace que aglutina lo mejor de los elementos cinematográficos en que solemos fijarnos a la hora de ver las benditas películas (pongamos que hablo de una inspirada fotografía, una memorable interpretación o una brillante dirección artística) Todo esto podríamos resumirlo como una gran virtud que comparten no pocas películas que constituyen verdaderos tesoros para el cinéfilo: economía narrativa y capacidad de síntesis. Dejar de lado lo innecesario, las florituras y todo aquello que no aporta nada al espectador.

Hay muchas ocasiones en las que, una buena película, deja de serlo o se malogra por su excesiva duración. Por su dispersión, su ambición narrativa o porque, sencillamente, pierde la esencia de lo que quería ser. Ya saben la famosa expresión: “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. En fin, no sé si me explico. El caso es que, según voy escribiendo estas líneas, se me viene ocurriendo que no estaría mal una recopilación, lista o como queramos llamarlo, que reúna grandes títulos de la historia del cine que aúnan su breve duración con una innegable calidad. ¿Alguien se anima?

Yo dejo aquí, a modo de ejemplo, algunas películas significativas del género “suspiro”:

El gabinete del doctor Caligari (1920) de Robert Wiene. 77 minutos

El chico (1921) de Charles Chaplin. 68 minutos

El hundimento de la casa Usher (1928) de Jean Epstein. 63 minutos

Un ladrón en la alcoba (1932) de Ernst Lubitsch. 83 minutos.

Sopa de ganso (1933) de Leo McCarey. 70 minutos.

Incidente en Ox-Bow (1942) de William A. Wellman. 72 minutos.

El desvío (1945) de Edgar G. Ullmer. 67 minutos

La soga (1948) de Alfred Hitchcock. 80 minutos

Bienvenido Mister Marshall (1953) de Luis García Berlanga. 75 minutos

Atraco perfecto (1956) de Stanley Kubrick. 83 minutos.

El planeta salvaje (1973) de René Laloux. 73 minutos.

Dublineses (1987) de John Huston. 79 minutos.

Toy Story (1995) de John Lasseter. 80 minutos.

Following (1998) de Christopher Nolan. 69 minutos.

Lo cierto es que todos los grandes géneros encuentran su representación en este cine del “suspiro”. Luego también hay autores, como Budd Boeticcher, que hacían de la breve duración de las películas, un sello personal. Muchas de sus películas duran menos de 80 minutos. Y rara vez alguna de sus producciones superan los 90 minutos. Por cierto, Boeticcher es uno de esas personalidades a las que ya toca una revisión de su obra. Tal vez no es un director tan de segunda línea como puede parecer a primera vista.

 

El Frankenstein de James Whale es un perfecto ejemplo de cine de “suspiro”.

 

Una película que resulta un festín visual. Una sucesión de imágenes, de planos y de secuencias, cargados de belleza. Y contados a través de la óptica del romanticismo. A través del lirismo, creo que sería más acertado decir. Y es de esas obras que poseen el perfume inconfundible de los orígenes del cine. Un aura de primigenia, de pureza, que es donde suele residir la auténtica belleza.

 

Detrás de los grandes éxitos del cine de terror que la Universal vino estrenando, como hemos comentado, durante las décadas de los veinte y los treinta, había un nombre fundamental: el productor Carl Laemmle. Y más tarde su propio hijo le sucedió en esta aventura. Ellos supieron otorgar unas señas de identidad inconfundibles a estas películas, y lo hicieron reuniendo a una serie de extraordinarios profesionales.

 

Un equipo de excelentes artesanos otorgaron al terror Universal un estilo propio y diferenciado.

 

Entre ellos figuraban músicos como Hans J. Salter y Frank Sinner, directores artísticos como John B. Goodman y Jack Otterson, John P. Fulton como creador de efectos especiales o Jack P. Pierce como genial responsable de maquillaje. Este último fue el responsable de la icónica imagen visual de “la criatura”, diseñando el cráneo plano, las terminales del cuello, los gruesos párpados y las manos alargadas. El inolvidable protagonista del Drácula de Tod Browning, Bela Lugosi, fue el primer elegido para interpretar al monstruo, pero cuando se enteró de que estaría cubierto de maquillaje y de que su papel no tenía diálogos, lo rechazó inmediatamente. De este modo, el británico Boris Karloff, fue el encargado de tomar el testigo.

La película agrupa los géneros de terror, drama y ciencia ficción.

Como curiosidad, su nombre no aparece en los créditos iniciales de la película. En su lugar aparece un signo de interrogación. La única intencionalidad de esto era otorgar un mayor misterio al papel del monstruo en la película. Solamente en los créditos finales se aclara que es Boris Karloff quien da vida al legendario monstruo.

Frankenstein está llena de sugestivos e interesantes hallazgos visuales.

Podríamos destacar la primera aparición del monstruo, que se nos presenta de espaldas, caminando hacia atrás, y vuelve la cabeza para que el inquieto espectador pueda ver su semblante, en lo que constituye un momento memorable que queda fijado en la memoria de cualquier cinéfilo. Y como no, destacar el llamativo y magnífico decorado del laboratorio del doctor Frankenstein con esa deslumbrante imaginería y esos aparatos eléctricos que, aún a día de hoy, siguen causando asombro, y que fueron debidos al ingenio y el buen hacer de Kenneth Strickfaden un técnico que trabajo en multitud de películas y cuyo último trabajo fue, cosas del destino, El jovencito Frankenstein (1974) de Mel Brooks. De hecho, cuando Brooks contrato a Kenneth para su película, este aún conservaba en su casa gran parte de los extraños aparatos eléctricos originales de Frankenstein, y se reutilizaron otorgando un mayor verismo y encanto a la parodia de Brooks sobre el original de 1931. De obligada mención es también la escena con la niña en el lago, de una rara belleza poética, y que contiene una de las claves de la película.

 

Apreciado lector, en definitiva, nos hallamos ante uno de los títulos claves de la historia del cine.

 

Tanto por su valor estético como por el indiscutible poso creativo y artístico que atesora, fiel testimonio de unos modos y maneras de hacer y concebir el cine tristemente desaparecidos. Con noventa años de existencia, esta joya sigue conservando su frescura y su atractivo.

 

Esa figura del científico obsesionado en la creación de la vida mediante métodos artificiales, no es sino el reflejo de la megalomanía del género humano. De los modernos Prometeos que aspiran a superar nuestras limitaciones humanas y jugar a ser Dioses. Me gusta interpretar El doctor Frankenstein como una invitación al sentido común y al apego de la realidad.

 

el mostruo (Karloff)
El mostruo (Karloff)

 

Por acabar, es esta una película sobre la vida y la muerte. Dos realidades definitivas. La muerte está presente desde el magnífico prologo hasta su final que, aunque previsible, conserva la garra y la fuerza que una película de terror necesita. Me sobra el obligado final feliz de la época. Para mí, la película acaba con esos habitantes del pueblo, desenfrenados y ávidos de venganza, que siguen funcionando como un perfecto simbolismo de las turbas, de aquellos tiempos y de los actuales, que están dispuestas a linchar todo aquello que sea diferente sin pararse siquiera un segundo a reflexionar si es bueno o malo.


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Autor Colaborador

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