Josep Ferran Valls
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El género cinematográfico musical, en España, por encima del tópico o la pandereta, ha dado muestras de originalidad, con gran calidad técnico-artística, en filmes como Violetas imperiales, con partitura de Francis López.

 

Violetas imperiales (Violettes imperiales, Richard Pottier, 1952). España / Francia. Con Luís Mariano, Carmen Sevilla, Simone Valere, Marie Savouret, Louis Arbessier.

 

 

Sin duda, muchos rechazarán de entrada esta película –que parte de la ficción escrita y dirigida en dos largometrajes anteriores, uno de ellos, silente, por Henry Roussel, con estrellato de Raquel Meller– por su adscripción al musical que, en España y durante los años cincuenta, cursó rancias muestras de folklore adheridas al moralismo patriotero.
Nada más lejos de la realidad pues el filme, vistoso, con buen aparato de (co)producción, discurre entre nuestro territorio y el francés sin menosprecio hacia el país vecino. Muy al contrario, en el arranque, Don Juan de Ayala (Mariano), aventurero andaluz seducido por la modernidad francesa, recien arribado a Granada tras una feliz estancia parisina, elogia las virtudes de la nación extranjera.
Richard Pottier, nacido en Austria, el 6 de junio de 1906 y fallecido en Francia, el 2 de noviembre de 1994, país donde desarrolló su experiencia vital y profesional, cineasta mal conocido por la crítica y peor analizado, de quien los fervorosos del péplum apreciamos la italiana David y Goliat (David e Golia, 1960), con Orson Welles, y la francoitalianaEl rapto de las sabinas (L’enlèvement des sabines / Il ratto delle sabine, 1961), empezó a laborar como cineasta a mediados de los años treinta, en territorio galo, dirigiendo a Luis Marianotenor guipuzcoano exiliado a Bayona durante la Guerra civil española– en las francesas Cita en Granada (Rendez vous à Grenade, 1951), la película que nos ocupa y, más adelante, en El cantor de México (Le chanteur de Mexico, 1957), coproducida con España, todas con partituras de Francis López, afín a Mariano.
Antes y después de Violetas imperiales, Carmen Sevillaactriz y cantante natural de Heliópolis, Sevilla– compartió cartel con el tenor en otros dos musicales hispanofranceses, El sueño de Andalucía (Andalousie, Luis Lucia, 1951) y La bella de Cádiz (La belle de Cadix, Raymond Bernard y Eusebio Fernández Ardavín, 1953), con López a la batuta.

Para Violetas imperiales, Pottier establece, con ligereza solo aparente, el peculiar triángulo afectivo que se implanta entre distintos pero complementarios.

 

En Granada, Don Juannombre escogido con intención– intenta seducir a Violeta (Sevilla), gitanilla del Sacromonte, quien se gana la vida cantando, bailando y vendiendo, como no, violetas. Ambos empiezan a conocerse, compartiendo la voz de la zambra «Gitana«, tema que, además, Violeta baila mientras Juan canta su parte. Pese a la atracción mutua, ella no accede a las proposiciones –deshonestas, según la virginal andaluza – del «von vivant«, más amanerado que afrancesado, pues «es diferente a las otras muchachas de allí». Violeta solo accederá al amor carnal a través del matrimonio, opción que choca con los deseos libidinosos del De Ayala, en otro orden de cosas, platónicamente enamorado de su prima, Eugenia de Montijo (Simone Valère), sentimiento que delata inmadurez.

 

Eugenia, por casualidad, coincide con la gitana, quien lee su mano, profetizándole convertirse en emperatriz. Como suele corresponder a este tipo de misticismo castizo, oscurantista aunque elemental, la predicción se cumple, pues Eugenia termina esposada con Napoleón III (Arbessier).

 

En Violetas imperiales la historia de las naciones se reduce a anécdota, mera excusa para introducir el melodrama de la intrahistoria o, si quiere verse así, la vida privada de gobernantes, cortesanos y plebeyos. Eso si, desprovisto de connotaciones críticas.

 

Prosigamos…

La nueva monarca, por agradecimiento a Violeta, a la par que necesitad de amistad granadina en el extranjero, la lleva consigo hasta la corte francesa, sometiéndola a chantaje emocional. La gitana añora el Sacromonte, ejerciendo como extensión simbólica del mismo: «monte sagrado» que, por cierto, persigue conquistar, también en Francia, Juan. 
Por una parte, Violeta, extraída del hábitat natural, se siente como pez fuera del agua en aquel entorno recargado, de refinación extrema, sujeto a las intrigas palaciegas. Por otra, el tira y afloja, la tirantez sexual con Juan van cobrando intensidad, matizados por la canción «Violetas imperiales«, leitmotiv de la historia; crucial fondo, en versión orquestal, durante el baile cortesano de Eugenia con Napoleón.
Pottier pone en imágenes este musical melodramático –con letras del habitual López adaptadas por José María de Arozamena– usando movimientos de cámara tan elegantes como precisos, con predominio del plano secuencia y el travelin. Concede gran importancia a la gestualidad, conductora de lo emotivo. También a la evolución del elenco dentro del encuadre. En ese sentido, ningún plano aparece descuidado; ya se acompañe por música, canciones o diálogo, la imagen guarda siempre sentido armónico, coreográfico, ciñéndose a las evoluciones del reparto de manera lógica.
Baste citar secuencias como la del jinete De Ayala alcanzando el carruaje que porta a Eugenia y, después, cantando junto al mismo en travelin. O aquella con las modistas que tejen el vestido de la propia Eugenia por deseo de Juan, para que la nueva cenicienta pueda asistir al baile del emperador. La labor es amenizada por la voz del joven galante, quien interpreta el vals «Milagro de París«, tema incidental, para terminar danzando con ellas, una tras otra, en travelin de retroceso.
Incluso el clímax deviene menos reconfortante de lo que parece. Dividido en planos fijos y el auxilio de una pequeña panorámica, con Don Juan y Violeta, por separado, reuniéndose en otro, con travelin abriendo el encuadre, puede interpretarse, y así se representa a través de la cándida gitanilla encarnada por la Sevilla, como la ensoñación en la cual la del Sacromonte fantasea con el futuro perfecto –el casamiento final– al lado del mujeriego empedernido Mariano.

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Autor Colaborador

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