Josep Ferran Valls

La filmografía del llorado Jean Rollin nunca deja indiferente. Provocador, lírico, sensual, fantástico. La utilización de recursos expresivos inusuales a la hora de trasladar a la pantalla los mayores enigmas, provocan grandes adhesiones o sonoros rechazos.

 

A menudo se establecen comparaciones tan poco acertadas –por no decir, incongruentes– como nada provechosas entre el cineasta español Jess Franco y el galo Jean Rollin. Tal vez, quienes así se manifiestan juzguen oportuno maridar las filmografías de ambos realizadores en base al escaso interés que muestran hacia ellos, pues, salvo el cultivo de piezas de bajo presupuesto donde la sexualidad cobra destacado protagonismo, poco o nada más une a dos «filmakers» de imaginario bien dispar.

 

 

Ya nos extendimos sobre Franco en otro comentario. Pues bien, su amalgama intergenérico de base sádico-erótico-melodramática choca, por incompatibilidad tonal y gramatical, contra el horror lírico de Rollin. Como anécdota, mencionar que Franco estimaba poco al francés tras el affair de «Le lac des morts vivants» (1981), rodada por el protagonista de este estudio como J. R. Lazer (nombre que, al fin y al cabo, era el suyo); según parece, el proyecto le fue arrebatado a Franco para caer en manos del autor de «La vampire nue» (1970).

 

 

Tras mis acostumbradas divagaciones, pasemos al meollo del asunto.

 

 

En principio, quise titular este comentario: «Como ver el cine de Jean Rollin«. No lo he hecho por parecerme pedante –nada más lejos de mi propósito– aunque intente aportar ciertas claves para la mejor comprensión de las ficciones «rollinianas«. Con todo ello tampoco pretendo enmascarar ni hacer caso omiso a los defectos, las insuficiencias, mas desearía que pudiera evaluarse su obra de manera desprejuiciada.

 

Los largometrajes puestos en escena por Rollin, en el ámbito personal, me ayudaron durante una fase difícil de mi vida. Las mañanas en el hospital donde ingresaron a mi padre por insuficiencia respiratoria se veían aliviadas, tras turnarme con mi madre, gracias al descubrimiento de Rollin. Cerca del hospital, junto a la boca de metro, en la tienda adyacente, me esperaban los DVDs que iba coleccionando. Los vampiros de la ficción exorcisaban, por así decirlo, a los de la vida real.

Mi primer Rollin fue «Requiem pour un vampire» (1971), despedida del ya por esa época, decadente no-muerto gótico.

El largometraje, que a menudo parece improvisado, contiene sus principales constantes, metodología, hallazgos y limitaciones (estas últimas se supeditan a la austeridad presupuestaría -que, no obstante, parecía agudizar el ingenio visual del cineasta- y a la imposición de secuencias eróticas, bien rodadas, eso sí). El filme vampírico del cineasta, matizado -lo avanzamos- por elementos sexuales, tanto como experimentales, vanguardistas, surrealistas y poéticos se sirve de tomas manieristas -esteticistas, si se quiere-, con planos que suelen durar, deliberadamente, más de lo necesario. El extraño tono conseguido, creando el espacio abstracto que hace pensar en universos paralelos, obtiene el contrapunto realista en las interpretaciones amateur. «Me gustan los malos actores«, afirmaba Rollin, quien hacía de las carencias, virtudes.

El paso de manivela acompañado por efectos sonoros supone otro signo de estilo asumido por el director. La importancia de la columna sonora en aquellas películas no ha sido todavía bien valorada.

 

Volviendo a «Requiem…«, la parte más sugestiva se desarrolla hasta que el mutismo del metraje da paso a diálogos explicativos poco convincentes, ello relativiza el alcance de la propuesta, anula la abstracción.

 

 

Stanley Kubrick parecía haber visionado «La vampire nue» antes de realizar «Eyes Wide Shut» (1999). Al igual que Rollin en este u otros muchos opus, Kubrick recurre al tempo dilatado, estirando la duración del plano. Además, propone una reunión secreta, una mascarada tan enigmática como la de «La vampire nue«, filme donde lo surreal se da la mano con la erótica desnudez entreverada.

 

 

Al cine «rolliniano» no lo nutren certezas, transita, sonámbulo, por la incógnita, obligando al espectador a interrogarse de continuo mientras lo sumerge en dimensiones particulares.

 

No son pocas las películas donde el director muestra su playa fetiche, lugar asociado al limbo. La misma suele ejercer como marco de sueños o fondo de poemas macabros –LA ROSE DE FER, 1973-. Representa el punto de encuentro entre humanos y vampiros. También la puerta al más allá.

 

Las de Rollin, películas de cámara más que de personajes -tal vez con la excepción de LEVRES DE SANG, 1975, con guión ajeno-, deambulan entre los escenarios petrificados o los cementerios –con especial delectación morbosa, necrófila en LA ROSE DE FER-, la recurrente playa desierta, el mar infinito, la campiña francesa, ciudades de angulosa geometría, etc…

 

Para Rollin guarda mayor importancia establecer la secuencia que las motivaciones de los personajes.

Su cine tiene en común con el Buñuel de UN PERRO ANDALUZ (1929) o LA EDAD DE ORO (1930), las únicas piezas de surrealismo puro, que su comprensión resulta innecesaria. La clave radica en dejarse llevar por las imágenes, propias del sueño –o la pesadilla-.

Tal vez si Rollin hubiera dispuesto de mayores medios, libretos trabajados, tiempo de rodaje, nutrirían su filmografía opus más pulidos mas, ¿devendrían tan fascinadores?

 


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Autor Colaborador

2 pensamientos sobre “Jean Rollin LA SENSUALIDAD DE LA IMAGEN

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