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Josep Ferran Valls
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SUSPIRIA (1977) de Dario Argento – Reseña

«Suspiria» (Dario Argento, 1977) se erige sin dificultad como una obra de culto atemporal, siempre pertinente, de visionado hipnótico.

 

Influyente hasta el punto de condicionar en lo visual -estético, si se prefiere- la contemporánea «The Neon Demon» (Nicolas Winding Refn, 2016) e incluso servir de cobertura en 2018 al remake realizado por Luca Guadagnino, mejor -por personal y alejado de su modelo- de lo que suele reconocerse.

«Suspiria» («Id.», Dario Argento, 1977) Italia. Con Jessica Harper, Stefania Casini, Flavio Bucci, Miguel Bosé, Barbara Magnolfi, Allida Balli, Joan Bennet

Simpatizo con quienes piensan que puede encararse el análisis de cualquier filme adoptando diferentes miradas, evaluando según su respuesta a ciertas exigencias. En el caso de «Suspiria», su riqueza conceptual, argumental y fotográfica, su reflejo posmoderno del cine la tornan interesante desde cualquier óptica crítica.

Como concepto, hereda la mítica del viaje a tierras ignotas, regidas por sus propias leyes, no siempre razonables y, en este caso, marcadas por la ocultación, el engaño, el crimen, factores que preconizan la revelación de un ente sobrenatural. Sobre la base narrativa se extiende la sombra del libro «Suspiria de Profundis«, ultimado en 1845 por Thomas De Quincey, modelo de inspiración para los libretistas Argento y Daria Nicolodi. Consecuencia directa del anterior «Confesiones de un inglés comedor de opio» (1821), el opus se compone de diversos ensayos; en «Levana y Nuestras Damas del Dolor», sobre la diosa romana del parto, De Quincey presenta a sus tres compañeras: Mater Lachrymarum (Nuestra Señora de las Lágrimas), Mater Suspiriorum (…de los Suspiros) y Mater Tenebrarum (…de las Tinieblas).

Su impronta visual, fruto de lo imaginado por Argento, bien entendido por el operador Luciano Tivoli y el escenógrafo Enrico Fiorentini, se acompaña de manera desasosegante por la partitura de I Goblin. Estos elementos forman un todo que reviste la puesta en imágenes de contornos afilados como cuchillas.

Descubrí Suspiria en la primera etapa de la Mostra de València – Cinema del Mediterrani. Por aquel entonces, la impermeabilidad constreñía mi concepto del fantástico, nutrida por los mitos del terror en sus versiones Universal y Hammer y condicionada por la obra de los mal llamados directores «clásicos», o de los contemporáneos que respetaban la narrativa tradicional. Así las cosas, no fue de extrañar que abandonase la sala tras media hora de proyección, Suspira no se avenía a mis intereses ni mi educación audiovisual. Tras aquella experiencia, evité reencontrarme con el cine de Argento. Nuevo error: cualquier artista no debe evaluarse por una sola obra. Pasaron bastantes años. Mi mayor amplitud de miras unida al encuentro con el grupo Exhumed Movies hicieron que echase la vista atrás, revisitando a Argento y otros cineastas como Lucio Fulci por quienes profesaba antipatía.

Una de las claves para disfrutar Suspiria radica en la necesidad de olvidar su dependencia del cine hitchcockiano, dependencia similar a la del mejor Brian De Palma, mas sin el carácter juguetón que caracterizaba aquellos pastiches fílmicos.

 

Otra, en verdad significativa, reside en aceptar su condición de objeto raro, de obra de arte. El cine, como expresión tardía, amalgama diferentes disciplinas artísticas: literatura, pintura, música, fotografía… El joven Argento modela Suspiria a la manera de un artefacto maravilloso elaborado para producir impresión, para epatar.
En cualquier caso, su tendencia al encadenado de set pieces autosuficientes dispuestas a lo largo de cada opus -factor común al cine de Fulci-, en este filme, felizmente, adquiere la misma cohesión que en «Rojo oscuro» («Profondo Rosso», Dario Argento, 1975).
Suspiria visita lo fantástico-terrorífico desde sus primeras imágenes, con el desembarco de la norteamericana Suzy Bannion (Harper) en el aeropuerto de Friburgo, Alemania, una tarde desapacible, tormentosa más el subsiguiente periplo en taxi hasta el caserón perdido entre tinieblas, trayecto que adopta la forma de viaje iniciático y búsqueda de la certeza y la seguridad en un entorno incierto e inseguro. ¿Por qué ese prólogo resulta fascinante? Como tantas ficciones del género, la obertura toma prestado el esquema del relato «El invitado de Drácula» para introducir a la joven protagonista -Harker femenina con apariencia infantil, mas no niña, lo cual redunda positivamente en la trama, nueva Caperucita en busca de una abuela que se transfigura en bruja del cuento-, para introducirla, digo, en la academia de ballet donde la muerte es una alumna aventajada. Inciso: parafraseando un título de Fulci, en la versión de Guadagnino, se «muere a paso de danza», eso sí, con los miembros desconyuntados. Argento es menos bestial aunque igual de expeditivo pues la estilización de sus asesinatos produce espanto, pero ese terror, en sintonía con el tono amenazante de la película, contrasta con su macabra belleza, caleidoscopio de vidrios de colores salpicados por el bermellón irreal de la sangre. 
Lo perturbador se instala sin dificultad en la entraña del relato mediante una vorágine visual y coreográfica, musical y sensitiva (melodramática), acentuando la sensación de movernos en un microcosmos donde la mutilación o la muerte violenta, festoneada, devienen hallazgos exquisitos; donde los suspiros ahogados por la penumbra o exhalados en estancias simétricas que salpican colores agresivos componen versos de sonoridad malsana. Cine de poesía, en este caso, macabra, llevada al paroxismo.
«Suspiria» inquieta por recurrir a la reelaboración del cuento clásico en clave perversa, también femenina, mirando hacia lo materno con severidad, como fuente de angustia. La amenaza uterina acompaña a la protagonista de apariencia aniñada durante su estancia en la academia que oculta secretos indecibles, y lo hace desde lo accidentado de su arribada hasta el clímax liberador.

 

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