Amante del cine y la literatura. Practica la escritura, el dibujo, la foto y el cortometraje.
Josep Ferran Valls
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JESS FRANCO, El Eterno Reencuadre

La figura del desaparecido Jess Franco nunca ha dejado indiferente, con independencia de sus altibajos, de las filias y fobias del espectador, Franco llevó a termino una filmografía tan osada como coherente.

 

 

EL CINE INTRASCENDENTE

 

Para acompañar la primera parte de mi comentario sobre este vilipendiado realizador he escogido la asombrosa imagen abajo reproducida. Pertenece a la sesión fotográfica posterior a la entrega de los Goya 2009. Durante la gala, el autor de «Las vampiras» («Vampyros lesbos», 1970) fue galardonado con el Goya de Honor al conjunto de su carrera. Se preguntarán por qué calificó de «asombrosa» la instantánea. Responderé más adelante, formulando, por el camino, otras cuestiones.

Jess Franco Manera, también conocido como Jess Franco.
Para empezar, debemos convenir que Jess Franco merece ese reconocimiento (y otros que se le hicieron, en forma de ciclos, por ejemplo) por su dedicación a tiempo casi completo al ejercicio cinematográfico. Enemigo de la intelectualidad en el cine, partidario (con excepciones) de desarrollar premisas mínimas maleables, del plano secuencia en teleobjetivo, de la improvisación visual, del continuo reencuadre, según todas las fuentes consultadas, Franco no rodaba peliculas, las vivía. No contemplaba el oficio con afán lucrativo, aunque se ganase el pan filmando. Lo afrontaba a la manera de un bucle en el cual se hallaba sumergido con afán de encadenar rodaje tras rodaje, repitiendo tramas, sintetizando personajes, autocitándose… Ello acerca la práctica totalidad de su obra al fenómeno actual del macrorrelato. Intérpretes como Howard Vernon participaron en el sistema compulsivo de rodajes, pese a que, de vez en cuando, barajas marcadas se rompiesen tras poner las «cartas boca arriba«. Protagonista de «Le silence de la mer» (Jean-Pierre Melville, 1949), actor de reparto en «Los crímenes del Dr. Mabuse» («Die Tausend Augen des dr. Mabuse», Fritz Lang, 1960) o «El tren» («The Train», John Frankenheimer, 1964), Vernon fue un «outsider», «like» Franco, para quien encarnó al Dr. Orloff repetidas veces. Sus encuentros y desencuentros con el realizador, idas y venidas, guardaban correspondencia con la fluctuación de productores periódicamente enemistados o recuperados. Franco terminó por rodearse de un equipo técnico/ artístico (a veces, indivisible) más o menos fijo, mínimo, maleable, de confianza, en el cual se hicieron indispensables el actor Antonio Mayans y la pareja del director, la actriz Lina Romay (vestida solo por exigencias del guión).
 Arribados a este punto, deseo volver a la pregunta que formulaba al comienzo. ¿Asombrosa foto? Cuestiones de fondo podrían ser las siguientes: ¿De verdad La Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas (o quien sea) visionó las (alrededor de) 180 películas que componen la filmografia de nuestro autor completo -productor a veces, con su efímera compañía Manacoa Films, músico, actor, montador, guionista y realizador- para enjuiciar la necesidad de otorgar un premio al conjunto de su obra fílmica? Lo pondré más fácil, ¿han visto siquiera una tercera parte de la misma? Otra cuestión embarazosa implica la pertinencia de un cineasta tan inconformista e inconfortable como Franco en una ceremonia de estas características, ovacionado por un público nada heterogéneo qué debe haber ingerido migajas de cine franquiano (o, en algún caso, puede que ninguna).
Dicho esto, con lo cual poco hemos adelantado, voy a exponer mi opinión sobre la nada academicista obra de un francotirador dedicado a la búsqueda obsesiva de la libertad creativa absoluta que le permitiese ser feliz rodando. Este es un punto importante en su devenir puesto que las producciones internacionales del avispado Harry Alan Towers no fueron un buen ejemplo de su mejor cine, aunque «jugara» con buenos repartos y le permitiesen cultivar el cine de género que tanto hizo por su prestigio.
Volviendo la vista atrás, al inicio de su carrera, con los filmes en blanco y negro tan apreciados por la crítica francesa, entre los cuales destaca el archiconocido «Gritos en la noche» («L’horrible dr. Orloff, 1961), mas también «El secreto del Dr. Orloff» (Les maitreses du dr. Jekyll, 1964) o «Miss Muerte» («Dans les griffes du maniaque, 1965), podemos reconocer a un cineasta amante del jazz, del erotismo fetichista, adorador de la mujer como figura de superioridad manifiesta respecto al hombre, que parte de la cinefilia, de horas interminables frente al lienzo de las salas de proyección, para desarrollar sus propias ficciones a partir de lo observado; un amante de la improvisación, del reencuadre, del zoom como figura de estilo, no siempre pertinente: a veces, retórico a la par que fragmentador. Ya se ha dicho que Franco evolucionó desde la cinefilia a la autofagia; pues bien, lo más destacado de su obra implica los cócteles genéricos donde mejor se integran diferentes códigos temático-expresivos en el corpus de la película. Necesitamos citar ahora a Orson Welles -cineasta admirado por Jess Franco, para quien laboró en tareas de dirección de segunda unidad-, pues el precepto, la base vehicular de lo franquiano se remonta a «Ciudadano Kane» («Citizen Kane», 1941), obra maestra en continuo tránsito de un género a otro. Salvando las distancias, consciente o inconscientemente, Franco entiende el cine de la misma forma.
Si obras como «El llanero» («Le jaguar», 1963) resultan fallidas por la hibridación inconfortable de western y aventura, en cambio, el -digamos- ciclo de filmes que formalizó durante los años 80 del pasado siglo (con Mayans y Romay en cabeza) proporcionó algunos opus destacables por su feliz amalgama intergenérico. En ellos, el erotismo supone tanto un pretexto (comercial, si se quiere) como un regocijante vehículo para exponer otras temáticas, desarrolladas con libretos mínimos: el suyo es un cine de cámara. Citaré, sin afán exhaustivo, «Eugenie, historia de una perversión» (1980) -entre la vanguardia estética, la Belle Epoque i el psicokiller-, «El sexo está loco» (1980) -CF, comedia, surrealismo-, «Macumba sexual» (1981) -remake de «Las vampiras» entre onírico y fantástico, vudú mediante-,  «Botas negras, látigo de cuero» (1982) -cine negro con explicitud sensual- o «Las orgías inconfesables de Emanuelle» (1982) -donde el homenaje al cine norteamericano «clásico» cede paso a la comedia sarcástica, esta, al melodrama, y todo se culmina con una secuencia erótica de estética expresionista-.

 

LOS LOCOS QUE ANDAN SUELTOS

En síntesis, afirmaremos que lo más atrayente de su filmografía reside, por una parte, en esas producciones donde se vio libre de cualquier condicionante ejecutivo que le exigiese moverse dentro de coordenadas muy específicas y, por otra, en la aplicación de un concepto cinematográfico basado en el mosaico de temas, imágenes y géneros, en su mayor parte, heredados de la así llamada cinefilia, aunque haya quien defina su filmografía, no sin razón, como cinéfaga.
Calculo que habré visionado alrededor de 70 películas suyas, aunque voy sumando títulos cuando surge la oportunidad. Si tenemos en cuenta que (como ya adelantamos) se han estrenado o distribuido de formas diversas unas 180 o 185 de las casi 200 que filmó, oempezó a filmar, la verdad es que doy pena como aficionado a la obra de este artista completo.
La búsqueda de sus películas empezó para mí siendo muy joven. Aquellos casposos aunque entrañables videoclubs donde rebuscaba VHS significativos entre la morralla me permitió conocer «La venganza del Dr. Mabuse» («Dr. M. Schlagt Zu», 1971), homenaje a «El gabinete del doctor Caligari» (Das Cabinet Des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920) en clave de intriga criminalista erótico-fantástica e influencias del western, con un Gustavo Re extrañamente parecido a Peter Lorre, aparición del Dr. Orloff y el ojo puesto tanto en Mabuse como en su esbirro, el Morpho de turno, un patético Andros semejante al monstruo de Frankenstein. También «El proceso de las brujas» («The bloody judge / Il trono di fuoco», 1969), versión extranjera, extendida, con planos de fugas de luz colándose entre abetos y una deliciosa, delicada secuencia donde la mano de Christopher Lee, en primerísimo primer plano, acaricia la epidermis de Maria Rohm. U otras de interés variable, «Residencia para espías» (1966) -segunda colaboración con Eddie Constantine-, «El diablo que vino de Akasawa» («Der teufel kam aus Akasawa», 1970) -que se retiene por la sensualidad de Soledad Miranda-, «Una virgen en casa de los muertos vivientes» («Une vierge chez les morts-vivants, 1971) -o el dominio del zoom sobre el sexo surrealista- , «Drácula contra Frankenstein» («Dracula prisonnier de Frankenstein», 1971) -la perversión de los mitos terroríficos-, «El muerto hace las maletas» («Des todesracher von Soho» 1971) -particular «Mr. Arkadin» de Franco con lentes deformantes y una noche americana terrible-, «Los amantes (de la isla) del diablo» («Quartier de femmes», 1972) -donde un tipo recibe media docena de balas antes de caer abatido, aunque la mitad solo se oigan-, «Un capitán de quince años» («Un capitaine du quinze ans», 1972) -la sorprendente huida río arriba, por corte, en una velocísima balsa de cañas que no se mueve por mucho empeño que le pongan-, «Sola ante el terror» (1983) -la chica inválida sobre un carrito de muñecas en lugar de una silla de ruedas y la muerte del villano mediante un arpón que rebota contra su barriga-, etc…
Con la llegada de los canales privados de televisión, mis retinas siguieron introyectando opus tras opus. De «La ciudad sin hombres» («Sumuru» / «Die sieben manner der Sumuru», 1968) recuerdo a Maria Rohm saliendo de la ducha maquillada, con pestañas postizas y peluca o el clímax en el cuartel de Sumuru, allí se simula un bombardeo con efectos sonoros y el humo que brota de algunos barriles. La lista sería extensa. La locura absoluta vino con «El castillo de Fu Manchú» («The castle of Fu Manchu» / «Die folterkammer des dr. Fu Manchu», 1968), o sea, El Parc Güell, en Barcelona, lugar reconfigurado donde mora tan siniestro personaje. La transformación de los elementos arquitectónicos, del propio entorno, en un nuevo espacio exclusivamente cinematográfico, a la manera (otra vez) de Orson Welles, supone otra pieza esencial en el compendio artístico de Franco.
Mas la epifanía arribó con Canal 9 en forma de cine de medianoche, involuntario o inconfeso ciclo dedicado al autor completo bajo el pretexto del erotismo. Por igual, Franco, usando lo erótico como cobertura de sus batidos genéricos, consiguió ofrecer obras tan singulares como «Las orgías inconfesables de Emanuelle» y otras, ya citadas en el primer apartado. Películas realizadas en estado de gracia, con improvisaciones constantes pero ajustadas a las necesidades de cada filme, con un amalgama de géneros, autocitas, «remakes» de su obra, etc…
Aquello marcó el punto álgido en mi cadena de descubrimientos. A partir de entonces, confieso haber sido espectador más ocasional de Jess Franco aunque todavía me siento identificado con la frase que pronunció hace bastantes años, referida a los vasos comunicantes entre sus películas y quienes conocemos los pormenores de esa interacción (o macrorrelato): «De eso solo se han dado cuenta algunos locos que andan sueltos«.

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